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1º de Mayo bajo tensión: La CGT exhibe fuerza mientras el Gobierno se atrinchera en el silencio

La Confederación General del Trabajo (CGT), en coordinación con las dos CTA y organizaciones de la economía popular, consolidó una de sus movilizaciones más numerosas del último tiempo. Sin embargo, la resonancia del acto no cruzó los muros de Balcarce 50, donde el presidente Javier Milei mantuvo su línea de distanciamiento absoluto respecto del sindicalismo.
La avenida Independencia, corazón simbólico del movimiento obrero argentino, volvió a latir con fuerza este 30 de abril, en vísperas del Día del Trabajador. Miles de manifestantes, delegaciones sindicales, referentes sociales y políticos convergieron en una jornada que, lejos de celebratoria, tuvo el tono áspero de una advertencia.
A diferencia de otras expresiones recientes, la del 1º de mayo no fue meramente simbólica: el aparato gremial se desplegó con precisión quirúrgica. Desde la UOCRA hasta la UOM, pasando por Camioneros, Comercio, Sanidad y UPCN, las columnas gremiales cubrieron de forma ininterrumpida más de diez cuadras de la ciudad de Buenos Aires. No fue una postal nostálgica del poder sindical: fue un gesto de fuerza, pero también de desesperación contenida.
En este contexto, el Gobierno eligió el mutismo. No hubo emisarios, no se tendieron puentes, ni siquiera se ensayaron gestos de mínima cortesía institucional. La CGT reclama diálogo, pero recibe indiferencia. El contraste es evidente: mientras el movimiento obrero insiste en interpelar al poder político, el oficialismo opta por ignorar cualquier interlocutor que no comparta su lógica de ruptura con el orden institucional previo.
La numerosa movilización bajo la consigna «el trabajo es sagrado», incluyó un homenaje al Papa Francisco. En plena avenida, pasacalles con su imagen y audios de sus discursos –notablemente el “¡Hagan lío!” pronunciado en Brasil en 2013– dibujaron una conexión entre lo espiritual y lo social. El tributo, lejos de ser anecdótico, traduce una toma de posición: el Papa como símbolo ético en oposición al modelo de país que promueve el actual Gobierno, acusado de excluir a los más vulnerables y desmantelar las redes de contención social.
Finalizada la movilización, la dirigencia sindical se reunió en la sede histórica de Azopardo con el gobernador bonaerense Axel Kicillof y su entorno más estrecho. Aunque revestido de carácter político, el encuentro tuvo una carga simbólica ineludible: la CGT y el peronismo dialogando, mientras el presidente prefiere atrincherarse en su dogmatismo libertario. Esta alineación entre gremialismo y oposición deja entrever la configuración de un bloque de resistencia que podría intensificarse ante eventuales reformas laborales o políticas de ajuste aún más drásticas.
Las declaraciones de los referentes sindicales fueron claras. Héctor Daer, desde Sanidad, alertó sobre el desbalance de un plan económico que promueve precios liberados y paritarias pisadas, en un escenario sin ningún canal de comunicación institucional. Hugo Moyano, en tono más combativo, denunció maniobras para impedir el ingreso de micros a la ciudad, sugiriendo un intento deliberado de sabotear la manifestación. La advertencia fue cruda: si no hay cambios, el conflicto se agudizará.
Armando Cavalieri, con su habitual mesura, optó por una frase de alto voltaje institucional: “El movimiento obrero estará atento a toda medida que ponga en jaque los derechos conquistados”. En otras palabras, la CGT no sólo pide diálogo: se erige como guardiana de un modelo social que considera en riesgo.
La jornada, sin embargo, dejó expuestas las limitaciones del poder sindical. A pesar de la demostración de fuerza, el Ejecutivo se muestra impermeable. El desprecio por las formas tradicionales de negociación que exhibe el mileísmo lo distancia radicalmente de la cultura política argentina, cimentada sobre pactos, roscas y consensos. No es sólo una cuestión de estilo: es una redefinición del rol del Estado frente a los actores sociales.
El 1º de mayo de 2025 no pasará a la historia como una celebración del trabajo, sino como un punto de inflexión en la relación entre el Estado y el movimiento obrero. La CGT y sus aliados lograron reunir masas, exhibir cohesión y proyectar una voluntad de confrontación si el rumbo no se modifica. Pero sin interlocución real, el gesto corre el riesgo de devenir ritual vacío.
El Gobierno, por su parte, continúa encerrado en su lógica de confrontación permanente. En su visión, los gremios son parte del «pasado decadente», y el diálogo, una concesión inútil. Esta cerrazón no sólo socava las posibilidades de gobernabilidad: alimenta un conflicto social latente, cuya explosión nadie puede predecir con exactitud.
Lo que está en juego no es una pulseada entre sindicatos y Estado, sino el contrato social mismo. La calle ya habló. La pregunta es: ¿el poder político está dispuesto a escuchar antes de que sea demasiado tarde?